Desde siempre he tenido una cierta atracción hacia las piedras, consideradas como objetos donde la madre Tierra guarda su esencia.
En los últimos años, esta atracción se ha expresado en el acto de recogerlas en aquellos lugares que forman parte de mis vivencias a modo de souvenir pétreo, de instantánea que es capaz de capturar la esencia de aquel lugar y del instante en que fueron recogidas.
No se trata de piedras preciosas, ni de cristales; las piedras que cautivan mi voluntad son aquellos cantos rodados que encuentras en casi cualquier parte, monocromáticos, especialmente oscuros, y si además lucen alguna banda de otro color, entonces ya me pirran.
He de confesar que se trata de una afición bastante barata que me previene de tener que comprar los caros y clásicos iconos que se venden en las tiendas de souvenirs.
Tengo piedras de lugares tan dispares como Estados Unidos o Austria, cogidas en el lecho de un río o en la orilla del mar o en la cima de una montaña pero siempre son piedras informadas, que guardan una historia. Es la historia de su viaje a través del tiempo, de las fuerzas que han actuado sobre ellas, de las fracturas y remodelaciones que han sufrido y que guardan como última anotación de su diario, mi acción sobre ellas.
Es como firmar en un libro de visitas, al secuestrar un trocito de aquel lugar modifico el entorno y mi imaginación vuela al considerar de qué otra manera podría aquella piedra haber viajado los miles de kilómetros que yo le impongo al traerla conmigo. Luego luce sobre mi mesa mientras pienso que me he llevado, por ejemplo, un trozo del continente americano.
Analizándolo desde la ignorancia, creo que esta costumbre mía esconde cierto sentimiento de territorialidad, es decir, de posesión territorial. Por ilustrarlo de alguna manera es como si en vez de tener el dinero en el banco, me compro una parcela de terreno y ahorro a base de meter camiones de tierra en ese terreno. Es la posesión material por excelencia, ese espejismo tan humano de la posesión de
A efectos terapéuticos, es todo un lujo meter un trozo de naturaleza en el despacho o en el salón de mi casa, que me produce un tremendo efecto calmante al contemplarlo o tocarlo o sopesarlo.
Buceando de nuevo en mi dedicación cantera, reconozco que no tengo noticias de nadie que comparta conmigo esta afición. La gente valora las piedras en función de su composición, o de su forma, es decir, de su singularirad, sin embargo, desde un punto de vista animista, yo les concedo cierto valor experiencial, sólo les falta hablar.
Me temo que si los dioses no lo remedian, continuaré caminando por el mundo con los bolsillos llenos de piedras.
2 comentarios:
Hola Juan,
Las piedras, como muy bien dices, son el símbolo de la permanencia, de la unidad y la fuerza, de la Madre Tierra. Fíjate como los meteoritos han sido a menudo objeto de adoración (empezando por el de la Kaaba). El mayor secreto de los alquimistas tenía este nombre: Lapis Philosophorum, Piedra del conocimiento, y representaba la unidad de los contrarios. El apellido “Stein” y sus derivados están asociados con el judaísmo, tanto por el lado de la permanencia como por el de la joyería. Aquí también se unirían ascetismo y posesión, como vienes a indicar en tu post. La Naturaleza petrificada en tu despacho y tu salón, más terapéutica que cualquier fármaco.
Abrazos
Carles
Muchas gracias Carles, por tus enriquecedores comentarios.
Te exhorto, más bien te pido, a que sigas dándome feed-back de las entradas que te parezcan interesantes, lo cual es uno de los aspectos más enriquecedores del ejercicio de escribir algo en mi blog.
Joan
Publicar un comentario