Podríamos definir la sensibilidad como la facultad de un ser vivo de percibir estímulos externos e internos a través de los sentidos. A mi me parece una buena definición.
Una vez aceptada esta definición, es evidente que nuestra percepción de la vida esta claramente sometida a nuestro nivel de sensibilidad y no me refiero únicamente a como estemos de finos de oído, o de agudeza visual, o cual sea el estado de nuestros órganos sensoriales. Me refiero especialmente al estado receptivo de nuestra mente.
Todos hemos visto como los bebés, cuyo cerebro es como una página en blanco, reaccionan inmediatamente ante un sonido estridente, o un grito, o un gesto facial agresivo. Es fácil de imaginar la metáfora del estremecimiento que se produce cuando cogemos un papel blanco y trazamos una fuerte raya negra sobre él. Sin embargo, que poco cambian las cosas cuando la raya la hacemos sobre un papel sucio, manido y muy rayado ya.
A lo largo de los años, la vida va trazando rayas en nuestro pergamino interno. Son de colores variados, las hay rosas, verdes, grises y hasta muy negras. Unas son tan leves que apenas se notan mientras que otras dejan surcos tan importantes que a punto están de romper el papel.
Por tanto, parece lógico pensar que el proceso natural de madurez humana conlleva este emborronamiento de nuestra hoja vital, lo cual explicaría porque los estímulos cada vez nos afectan menos y son necesarias rayas cada vez más profundas para que “nos enteremos”.
Dicho en otras palabras, nuestro umbral de sensibilidad, entendido como la menor intensidad necesaria para que un estímulo sea percibido, va subiendo cada vez más con los años.
Hace algunos días, un querido amigo traía a mi conocimiento el descubrimiento de la autoplasticidad del cerebro humano, fenómeno en el que bien podríamos encuadrar esta pérdida de sensibilidad.
Esto no deja de ser, desde mi punto de vista, un proceso natural y poco tengo que decir al respecto, pero lo que si me preocupa es la pérdida de sensibilidad meteórica que azota nuestra sociedad actual y que paso a diseccionar en distintos elementos en pos de un mayor entendimiento.
Por un lado, la sociedad actual se caracteriza por el exceso. Exceso en todos los sentidos pero también exceso de estímulos, más de los que podemos procesar. La sociedad de la información y el mayor poder adquisitivo nos hacen vivir varias vidas simultáneamente, la real y las soñadas, lo cual redunda en una sobreestimulación. De todos es conocida la propiedad por la que los sistemas biológicos sometidos a un determinado estimulo constante, dejan de responder a este estímulo.
Por otro lado, si nos fijamos en el tipo de estímulos que nos bombardean continuamente, encontraremos alguna clave más para entender la pérdida de sensibilidad. Los estímulos son la mayoría de tipo comercial, compre esto, viaje aquí, viva cerca de la playa… Pero los estímulos van subiendo en intensidad, serian estímulos de tipo más emocional, como rupturas familiares, peleas, desencuentros y abandonos aireados todas las tardes en el ágora de
Finalmente, el estilo de vida. Somos piezas del sistema productivo-consumista, no estamos aquí para sentir nada sino para producir y nuestra capacidad laboral no debe verse afectada por la meteorología, ni por los gritos que hemos oído durante la noche en el piso de al lado, ni por los hijos que tiene el empleado al que acaban de despedir, ni por la competitividad desleal entre compañeros. Hablamos de inteligencia emocional pero eso es sólo una vitola con la que nos gusta adornarnos cuando la empresa gana dinero, en caso contrario, lo que conviene es trabajar y callar.
Y cuales son las consecuencias de esta subida autista del umbral de sensibilidad. Nos construimos una coraza y vivimos como tortugas que sólo asoman un poco la cabeza para ver que pasa. Cuanto más fuerte es el caparazón, mejor adaptados estamos al medio y más triunfamos. Hasta aquí todo parece cuadrar pero si miramos con más detenimiento, nos daremos cuenta que esa subida del umbral de sensibilidad, inevitable si queremos sobrevivir en el mundo actual, es precisamente la que nos impide disfrutar de las pequeñas cosas, del fluir bullicioso de la vida que a nuestros sentidos se convierte en un murmullo casi imperceptible. No escuchamos al pajarillo que canta en nuestra ventana por las mañanas, no olemos el aire que anuncia la llegada de la primavera, no sentimos el gozo de la lluvia en nuestra cara, y no prestamos atención a los pequeños gestos que provocan la sonrisa de un desconocido, y puedo seguir in crescendo, no asistimos a una persona tendida en la calle, no cedemos el asiento del autobús a una persona mayor,… En definitiva, nuestra calidad de vida se desvanece lentamente por no decir que desaparece completamente.
Y así vivimos como cobardes autómatas, creando capas y más capas protectoras a nuestro alrededor, ensimismándonos en un mundo de neuras interiores, sostenido a base de antidepresivos. La historia termina ahí en la mayoría de los casos y sólo algunas personas son capaces de sacar suficientemente la cabeza para beber de las fuentes de la vida, convirtiéndose así en auténticos vividores, en el buen sentido de la palabra.
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