Podría
empezar diciendo que el saber humano se nos escapa de las manos. Conforme
avanza la ciencia, se acrecienta mi sensación de no entender nada, es decir,
que los vericuetos metales por los que hay que transitar para describir el
mundo que nos rodea parecen vedados al común de los mortales y sólo aptos para
mentes visionarias.
En la
búsqueda desesperada de una Teoría del Todo que una lo muy grande (Relatividad)
con lo muy pequeño (Mecánica cuántica), nos estamos metiendo en unos
berenjenales mentales que ni los físicos de vanguardia entienden, como
reconoció el físico cuántico Richard Feynman diciendo que “puedo afirmar sin
temor a equivocarme que nadie entiende la mecánica cuántica”
¿Y si
nuestra propia biología humana presentara un cierre cognitivo?, es decir, un
punto de conocimiento a partir del cual la investigación humana se estrellara y
quedáramos condenados a mirar desde ese punto hacia un vacio de incomprensión,
lleno de problemas irresolubles para la inteligencia humana. Parece arrogante
pensar que el cerebro humano pueda poseer facultades cognitivas infinitas a
diferencia de los demás animales. Si un perro nunca entenderá los números
primos, puede ser que haya conocimientos vetados a la conciencia humana, que
nunca podamos llegar a entender. Es decir, no es descabellado pensar que hay
cosas que jamás entenderemos, como por ejemplo la manera en que se genera la
conciencia a partir de la actividad fisiológica del cerebro, por lo que algún
día, la ciencia humana llegará a un límite infranqueable, si es que no lo ha
alcanzado ya.
Pues
bien, esto es lo que piensa un grupo de filósofos y científicos que podríamos
llamar “misteriarnos”, como el filósofo Colin McGinn, porque creen que hay
determinadas cosas de nuestra realidad que siempre serán un misterio para
nosotros, jamás podrán ser entendidas e incluso ni siquiera planteadas, es
decir, que no buscaremos la respuesta porque ni siquiera seremos capaces de
formular la pregunta.
A
primera vista, parece que no les falta razón si pensamos que el cerebro humano
ha evolucionado guiado por el vector de la supervivencia y, por tanto, está
diseñado para perpetuarse en el planeta resolviendo problemas prácticos pero no
para desentrañar los secretos del Universo.
Sin
embargo, yo no creo que exista ese cierre mental propugnado por los misterianos
y que aunque tienen razón en que la biología nos muestra innumerables ejemplos
de limites cognitivos en el mundo animal al que pertenecemos, creo que su
pronóstico falla precisamente porque no entienden (o no entendemos) la conexión
cerebro-mente. Intuyo que justo ahí está la clave.
Desde
la aparición del homo sapiens hace unos
350.000 años, básicamente un homínido que se había erguido y empezaba a usar
alguna herramienta, nuestro cerebro es fisiológicamente el mismo, con un
volumen aproximado de 1400 cm3 y conteniendo un número de células
que se estima en cien mil millones de neuronas. Pero entonces, ¿qué ha cambiado
entre aquel quasimono y el hombre actual que es capaz de salir de su planeta o
modificar la vida a su antojo? Básicamente, la respuesta radica en el número de
conexiones neuronales. Y no sólo me estoy refiriendo a
las conexiones entre neuronas de nuestro propio cerebro sino que estoy pensando
en una visión más amplia de la mente como la definida por el filósofo británico
Andy Clark, según la cual nuestra mente se extiende literalmente más allá de
nuestro cráneo y de los límites de nuestro cuerpo, en forma de cuadernos,
pantallas de ordenador, internet, mapas y archivadores. Es decir, el homo sapiens es una especie que fabrica
herramientas, entre las que se encuentran diversas herramientas cognitivas que
permiten literalmente una extensión de la mente.
Además
otra característica diferencial de nuestra especie es la capacidad de transmisión
del conocimiento dando lugar a un conocimiento acumulativo (cultura) que no son
más que miles de conexiones neuronales previamente preformadas y transmitidas a
través del aprendizaje a los cerebros recién nacidos.
Asimismo,
las conexiones neuronales del individuo pueden convertirse es nodos de una red
de pensamiento mayor, una red de cerebros que se retroalimenta. Es decir, los
seres humanos pueden plantearse preguntas unos a otros facilitando la creación cooperativa
de nuevas conexiones neuronales.
Por
tanto, yo estoy convencido de que la mente es el producto de la interconexión
neuronal y por tanto, no veo a la biología como un obstáculo en la expansión
infinita del conocimiento puesto que infinitas son las posibles interconexiones
neuronales. Es cierto que un perro nunca entenderá que son los números primos y
por eso creo que se requiere una cantidad umbral de neuronas para llegar a ser
consciente de uno mismo, lo que conlleva inmediatamente el anhelo de desvelar
los secretos de la realidad en la que nos sentimos inmersos.
Sólo
me resta decir que por desgracia algunos seres humanos sacan menos partido a
sus neuronas que un perro a las suyas, lo cual indica que la estulticia humana
también puede ser igualmente infinita.