Sería
un inconsciente si esperara credulidad por parte del lector pero cierto es que la
historia que os voy a relatar cambió mi destino y el de mi familia. Todo
comenzó de la manera más inocente que podáis llegar a imaginar, y sin embargo,
ahora os contaré como la realidad llegó a torcerse de una forma tan demoniaca.
Era
el día en el que mi hijo Miguel cumplía siete años y decidí premiarle con un
pequeño acuario.
-Papá, papá yo quiero ese que tiene una cola tan bonita.
-A ver, aquí pone “Goldfish de cola de velo” y este pez vale
10 euros. ¿Estás seguro de que quieres este? Es bastante caro y a lo mejor se
nos muere enseguida, que estos peces son muy delicados. Además tendremos que
comprar alguno más para que no esté solito en la pecera.
-¿Qué tal un neón papá?
-De acuerdo, y también uno de esos limpiadores que siempre están
pegados a las paredes del acuario.
Una
vez en casa, montamos el pequeño acuario con algunas plantas de plástico y sin
demasiadas esperanzas de que la vida de aquellos peces prosperara más allá de
una semana. Pero bueno, la ilusión de Miguel era tan grande que toda la familia
nos vimos contagiados de la alegría de tener tres nuevos habitantes en nuestro
comedor y una vez montada la pecera, nos quedamos como tontos viendo las evoluciones
de aquellas pequeñas ictiocriaturas en el interior del acuario.
El
goldfish tomo enseguida su papel de rey del acuario moviéndose de forma
majestuosa como esperando pleitesía por parte de los otros dos peces. Movía su
cola con forma de velo con una gracia digna de toda admiración.
Los
días fueron pasando y el acuario seguía repleto de vida, aparentemente todo iba
bien y hasta parecía que los peces iban creciendo poco a poco. Al ver qué
pasaba el tiempo y los peces continuaban vivos, nos animamos a comprar más
elementos decorativos para el acuario. Tres semanas más tarde el acuario lucía
estupendo y yo no salía de mi asombro al ver la resistencia de aquellos peces
tan delicados en unas manos inexpertas como las nuestras. El acuario tenía un
filtro que mantenía el agua perfectamente limpia y oxigenada y toda la gente
que venía a visitarnos siempre tenía palabras de admiración para nuestro
pequeño reducto acuático.
Sin
embargo, al cabo de dos meses algo cambió. El agua empezó a ensuciarse con más
frecuencia y había que limpiar el filtro muy a menudo. Los peces habían crecido
bastante respecto a su tamaño inicial pero su aspecto no lucia bonito como al
principio, especialmente el goldfish. El agua olía mal y los peces parecían
afectados por alguna enfermedad, o por hongos, que presagiaba un pronto final.
Yo me
quedaba mirando fijamente al goldfish y veía que el espacio entre las escamas
se iba agrandando y dejaba ver una tonalidad negruzca con tintes verdosos que
contrastaban fuertemente con el naranja que aún se mantenía sobre la superficie
del pez.
Pasaron
unos cuantos días más y Miguel ya casi no se atrevía a acercarse a la pecera,
tal era el aspecto de descomposición cenagosa que emitía. Yo no sabía como deshacerme
de aquello mientras esperaba a que los peces se murieran por fin para dar por
terminado el dichoso episodio acuático.
Un
día me pareció que el acuario se había ennegrecido un poco más y me acerqué
para observar con atención. Lo que vi elevó mi nivel de preocupación hasta
niveles que sobrepasaban la gestión casera de un simple acuario. Ahora el
animal parecía mucho mayor y los espacios interescamosos del goldfish se habían
agrandado y parecían palpitar al ritmo de la respiración del ajado animal. Por mi
mente pasó la idea de terminar con aquello de inmediato tirando los peces por
el váter pero hubo algo que me detuvo, algo que me acobardó y dominó mi
voluntad a su antojo. Así que, resolví dejarlo todo como estaba y esperar
nuevos acontecimientos.
Una
semana más tarde, el horror nos esperaba en casa al volver del trabajo junto
con el resto de la familia, Miguel y su madre. Nada más abrir la puerta de la
calle, un penetrante olor fétido violó nuestro sentido del olfato y nos puso en
gran alerta. Dejamos bolsa y carteras en el suelo y nos encaminamos por el
pasillo hacia el comedor buscando el origen de aquel hedor. Caminábamos hacia
una situación desagradable pero lo que allí nos encontramos superó con creces
cualquier cosa que pueda ser imaginada por ser humano cabal.
Allí,
en el centro del comedor había una gran masa palpitante cuyos contornos se
encontraban presionados por las pareces y el techo de la habitación. Los
muebles habían sido como fagocitados por las enormes dimensiones de aquella
criatura que boqueaba rítmicamente y nos miraba con grandes y oscuros globos
oculares que parecían a punto de estallar debido a la presión a la que se
encontraban sometidos. Era el goldfish, o mejor dicho, algo en lo que se había
convertido el goldfish. Las branquias abiertas como alerones dejaban ver un
intenso color rojo escarlata entre movimientos rítmicos como si fueran un
enorme fuelle alimentando el fuego del infierno. Nuestro espanto fue aún mayor al comprobar que
los otros dos peces, el neón y el limpiafondos, se había incorporado a aquel
engendro y constituían una especie de extremidades amorfas que también
boqueaban como intentando succionar el poco aire que quedaba en la estancia.
Las aletas en forma de velo del goldfish eran ahora una especie de membranas
negras y gelatinosas que parecían el velo de la muerte y que intentaban aletear
ante nuestra atónita, que digo, inhumana, mirada. Todo estaba impregnado de una
especie de negra melaza que amenazaba con escurrirse lentamente hasta nuestros
pies y las aletas pectorales del goldfish se habían convertido en un género de
tentáculos puntiagudos que realizaban aspavientos ante nuestras narices como
intentando capturarnos o, peor aún, inyectarnos el veneno de aquella
putrefacción infernal.
De
repente, uno de esos tentáculos se lanzó como un arpón alcanzando a Miguelin en
una pierna, al tiempo que oíamos unas sirenas en la lejanía. El niño cayó en
mis brazos como fulminado por toda la putrefacción del infierno y fue en ese
preciso instante cuando nos dimos cuenta del terrible peligro que corríamos
ante la contemplación de aquel engendro del demonio.
Huimos
despavoridos con el niño en brazos mientras nos cruzábamos con una dotación de
bomberos que había sido alertada por el vecindario ante los extraños acontecimientos
que estaban sucediendo en nuestra casa.
Me
niego a seguir relatando lo que allí sucedió a continuación y de cómo los
cuerpos y fuerzas de seguridad tuvieron que enfrentarse y reducir aquel
engendro salido de las mismísimas entrañas del infierno a una masa gelatinosa.
Nuestra casa quedó infestada para siempre y Miguelin, bueno, a mi hijo tuvimos
que amputarle la pierna para poder salvarlo ante la especie de gangrena que en
pocos minutos se apoderó de su carne.
Sé
que la Naturaleza es magnificente y maravillosa pero en ocasiones, por obra del
demonio, es capaz de engendrar criaturas que jamás deberían de haber salido del
averno. Por desgracia, con una de ellas se las tuvo que ver mi familia.