Yo siempre fui una persona muy dócil
e inocente. No sé por qué el destino me ha llevado hasta este punto de locura,
pero sea como fuere necesito descargar mi tormento, o al menos en parte, sobre
el sufrido papel blanco capaz de absorber la sangre que he derramado.
Ciertamente, me crié en el seno de una
familia temerosa de Dios y respetuosa para con el prójimo. Nunca he sido capaz
de albergar ni una brizna de maldad, ni de dar pábulo a la natural perversidad
que emana del ser humano. Era tan sencillo e inocente que en la escuela pronto
fui señalado como víctima propiciatoria para el abuso y la vejación por parte
de los pequeños tiranos incipientes. Me llamaban panoli y otras cosas peores,
pero sin embargo, yo nunca cesé en mi forma de ser. En el patio del colegio
sacaba provecho del simple gesto de ayudar a los demás y si alguna vez adivinaba
una pizca de maldad en mis actos, el remordimiento me destrozaba ferozmente las
entrañas y no salía de mi desamparo hasta que se presentaba la ocasión de
resarcir mi pecado. Con el tiempo, todo el que se me acercaba sentía una mezcla
de compasión y rabia al ver la insolente candidez con la que me paseaba por
este mundo.
No era tonto o retrasado, más al
contrario era trabajador y esforzado por lo que fui enriqueciendo mi expediente
académico hasta llegar a la universidad. En ese momento pensé que la mejor
manera de canalizar aquel torrente desmesurado de bondad hacia el prójimo sería
dedicándome a la medicina, y sin embargo, la decisión me costó un poco a causa
de un extraño pálpito que intuía cada vez que me imaginaba rodeado de material
quirúrgico.
De esta manera, fue al poco de
entrar en la universidad, y estando en clase de anatomía, que crucé la mirada
con la de una angustiada chica no muy dada al estudio de las vísceras. Ella
llevaba unas grandes gafas de pasta negra y no veía el momento en el que
aquella clase, por fin, acabaría. En esa vaporosa atmósfera de formol, nuestras
almas entraron inmediatamente en sintonía rodeados de cadáveres al servicio de
la ciencia, y pronto empecé a estar interesado en otra perspectiva de la
anatomía humana.
Recién licenciados, formalizamos
nuestra unión y fundamos una familia. Ella se especializó en pediatría mientras
yo dirigía mis estudios hacia la cirugía mayor. El natural interés de la que
fue mi mujer por los niños, pronto la llevó a desear progenie y apenas un año
después de nuestro matrimonio empezamos a buscar descendencia.
Yo, por aquel entonces, me
encontraba haciendo la residencia en cirugía y estaba ampliamente expuesto a
todo tipo de operaciones en las que mi destreza quirúrgica aumentaba día a día.
El caso es que a medida que aumentaba mi habilidad para diseccionar tejidos,
venas y arterias fui experimentando una transformación cuyos primeros síntomas
tangibles se manifestaron en la experiencia carnal que representa el sexo. El
acto sexual me catapultaba a una especie de estado alterado de conciencia que
me hacía desear más. Aspiraba a la fusión de nuestros cuerpos, a amalgamar
carne con carne, a comerme literalmente a mi pareja.
Todo aquello me produjo un miedo atroz
que me subyugaba cada vez que pensaba en el contacto carnal con mi esposa, y
por supuesto, nuestra relación se enrareció. Cuando estaba cerca de ella, no
podía dejar de pensar en la delicada textura de su carne deshaciéndose entre
mis dientes. El color sonrosado de sus glúteos me atraía sobremanera y al mismo
tiempo me horripilaba el hecho de pensar en mi mujer como si de ganado se
tratase, imaginando cual sería su despiece más sabroso.
La atracción carnal me llevó hasta
el paroxismo. No podía ni besarla sin imaginarme el punto al dente de sus mejillas o el exquisito sabor de su carne cocinada
conforme alguna receta digna de tan preciado manjar. Me imaginaba aquella carne
sonrosada lentamente desgarrada entre mis dientes por efecto de la presión de
mi mandíbula, liberando un universo de sabores en armonía, el sabor del alma.
Qué maravilla poder capturar la esencia de mi amada e incorporarla a mi ser
para siempre.
La situación era insostenible, la
sensación de desgarro interior que sentía por culpa de esta malvada inclinación
estaba a punto de enviarme al frenopático para siempre. Pensé en ponerme en
manos de un facultativo pero el solo hecho de imaginarme en su consulta,
recostado sobre el diván, relatando mis perversas ensoñaciones me ruborizaba
terriblemente hasta el punto de sentir la pulsión de mi corazón en las sienes.
También pensé en el suicidio pero me veía incapaz de alcanzar el grado de
valentía que un acto así exige.
Mi mujer percibía mi sufrimiento,
aunque no imaginaba la causa, y cuanto más cariñosa y comprensiva se ponía,
mayor era mi furia antropofágica. El torbellino emocional que me sacudía, en el
que se mezclaban el asco, la aversión y el pavor junto con el instinto
carnívoro criminal, me dejaba completamente exhausto. Qué horror tan inmenso
sentía cuando me descubría a mi mismo pensando en como aplicar las técnicas quirúrgicas
aprendidas ese mismo día sobre el cuerpo de mi amada.
Me fui haciendo cada vez más huraño
y retraído. No era capaz de mantener un mínimo contacto social por miedo a que
mi cara denotase mi deleznable inclinación hacia la carne humana. Dónde había
quedado aquel chico dócil e inocente del antaño reciente. Cómo una criatura sin
maldad alguna podía haberse convertido en un demonio esclavo de la carne como
yo me consideraba. ¿Es posible que el ser humano pueda alcanzar tan alto nivel
de depredación para con sus semejantes? Desconsolado tuve que aceptar que todos
llevamos un lobo dentro, o quizá una hiena ávida por el olor a sangre, que
representa el instinto animal siempre en lucha con milenios de evolución de la
conciencia. Por alguna razón que desconozco, yo solté a ese animal que me
atormenta mientras sucumbo al deseo literal de la carne.
Poco a poco fui notando como el
instinto depredador iba creciendo en mi al mismo ritmo que desaparecía el
remordimiento. En cierto modo fue un alivio pues el tormento causado por lo “inasumible”
fue bajando en intensidad. Los días fueron pasando a medida que mi ser
recuperaba su luz y el color volvía de nuevo a mi cara. Mi esposa celebraba mi
aparente recuperación mientras yo iba retomando poco a poco mis actividades
diarias con un renovado interés por la anatomía humana y la ciencia
quirúrgica. Volví a relacionarme con mis
amigos que aliviados celebraron mi franca recuperación de aquel trastorno
psicológico que había ensombrecido mis últimos meses. Volvía a ser un avezado
cirujano con un futuro muy prometedor.
Todo iba tan bien que decidí
celebrarlo en compañía de mi mujer con una cena íntima. —Yo cocino—, le dije
por la mañana mientras una sonrisa me cruzaba la cara de oreja a oreja. Durante
la mañana, en el hospital, todo el mundo percibió mi recuperada vitalidad y
hasta confesé el secreto de mi alegría, —es que esta noche tengo una cena
romántica… para uno.
3 comentarios:
Misteriosa muerte en casa de los Lecter (de las agencias)
La policía tuvo que echar la puerta abajo para poder acceder a la vivienda de los Lecter, desde donde recibió una llamada de socorro ayer por la mañana. El escenario que se encontraron las fuerzas del orden era una mezcla de horror y misterio a pares: Hannibal Lecter yacía muerto sobre la mesa del comedor, con la cabeza sobre el plato, como si se hubiese desplomado súbitamente sobre él, mientras su mujer estaba casi desfallecida en el suelo, cerca del teléfono. La voz de ella, muy débil debido a la pérdida de sangre que había sufrido, fue capaz de conectar con la oficina del sheriff del condado en busca de ayuda, pero poco más: Helen Lecter no recordaba nada de lo que había podido suceder, sólo balbuceó que había notado un sopor muy fuerte cuando empezó a cenar con su marido. La inspección médica determinó la causa de su hemorragia en una herida abierta en el glúteo derecho, semejante al que hubiera podido provocar un mordisco de un animal depredador salvaje de gran tamaño. Sin embargo, la policía desplazada al lugar de los hechos no encontró ningún indicio de que un voraz felino hubiese hecho acto de presencia al no hallar huella, pelo o acceso forzado en la zona inspeccionada.
Por otro lado, según el forense encargado del caso, el marido de Helen habría fallecido por asfixia provocada por un pedazo de carne demasiado grande para ser engullido, muy probablemente procedente del bistec ruso que estaba en su plato. No hay signos de violencia en su cuerpo, lo que refuerza la hipótesis del sheriff: un accidente casero provocado por el susto mayúsculo que se debía llevar al ver a su mujer atacada por la supuesta fiera.
El caso sigue abierto a la espera de que la recuperación de la señora Lecter pueda aportar más datos en favor de la hipótesis de la policía local, la cual agradecerá cualquier pista que los vecinos puedan aportar a la explicación del caso.
El análisis de la carne encontrada en la glotis del señor Lecter reveló su procedencia bovina, hecho que concuerda con el menú de la familia para esa noche. Sin embargo, se sospecha que la causa real de la asfixia fue la presencia de un pequeño huesecillo, que ante la perplejidad de los forenses, parece corresponder a una falange humana. La policía especula con las causas de tan sorprendente hallazgo mientras la señora Lecter sigue muda como consecuencia del estrés post-traumático.
En cuanto a la supuesta fiera responsable del ataque a la señora Lecter, los vecinos dicen no haber observado nada anormal en el barrio, excepto por algunos extraños gruñidos que se escuchan de vez en cuando a altas horas de la madrugada. Estos perturbadores sonidos comenzaron la noche en la que los Lecter dieron una pequeña recepción a la cual acudió el cuñado del Dr. Lecter entre otros invitados.
Buena historia... Inquietante... Mezcla de Lecter... Y pequeñas influencias del género... Como La ventana secreta Stephen King, las cuatro después de media noche... Que buenos son los trastornos de identidad disociativos... Y por supuesto... Y sin ofender a nadie... Dejaría esta bonita historia sin su continuación...
Fascinado cómo siempre... ... E..
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