Como padre de dos niñas de 3 y 7 años, he podido
comprobar, especialmente en la mayor, la extrema intolerancia a la frustración
provocada por la equivocación o el fracaso. Esta actitud me ha hecho recordar
que yo también era así de niño y que, en mayor o menor medida, sigo acarreando
un cierto porcentaje de esa intolerancia al fracaso.
No he estudiado psicología, así que hablaré desde
el punto de vista más experiencial, lo sufrido y vivido en mis carnes y las de
mis allegados, es decir, desde un punto de vista subjetivo pero no por ello
menos general.
El cerebro de un recién llegado a la vida
consciente-racional se cree superman, no quiere aceptar ni por asomo el
largísimo camino que le queda por recorrer hasta llegar al nivel donde moran el
común de los mortales ligeramente ilustrados y no digamos, si ponemos la meta
un poco más allá por encima de la media. La dimensión del esfuerzo es tan
titánica que yo sinceramente creo que la necesidad de hacerlo todo bien a la
primera (cero frustración) debe ser un mecanismo de defensa del propio cerebro.
Sin embargo, como contrapartida, esta resistencia
al fracaso no hace más que retrasar nuestra maduración mental, además de
impedirnos un aprendizaje fluido, sin trabas y con un dialogo sereno con las
fuentes de información.
Se da, por tanto, la maliciosa circunstancia de que
a veces el niño va aprobando cursos, no porque le gusten las asignaturas ni lo
que va aprendiendo, sino simplemente porque hace el esfuerzo que sea necesario
para no tener que enfrentarse con ese señor tan feo que se llama fracaso y que
nos recuerda que no somos perfectos, y que por tanto, somos vulnerables.
Así que nos aferramos a esa fantasía de la
invulnerabilidad con uñas y dientes, siempre temerosos de cruzar la línea del
error, del descalabro, del fallo por miedo a la decepción, la frustración, la
desmotivación, la autocrítica.
Nadie quiere asomarse a la ventana del ensayo-error
para ver que hay más allá, para imaginar otras realidades, porque ello supone
cruzar por la fina cuerda del funámbulo sobre el valle de la crisis.
El riesgo de desequilibrio se dispara en aquel
trance y esto nos vela una verdad, una verdad importante que está al otro lado
sólo asequible a los valientes. Porque en mi opinión, uno no nace realmente a
este mundo hasta que no se equivoca y se vuelve a levantar. Es necesario errar
para aprender y para volver a nacer en la vulnerabilidad, en la humildad y en
la valentía. La equivocación nos desnuda y nos permite caminar libres por el
mundo sin máscaras de cemento armado, mostrándonos tal como somos, contando la
verdad y dando autenticidad a todos nuestros actos y vivencias.
Decía Joseph Rudyard Kipling que “al éxito y al
fracaso, esos dos impostores, trátalos siempre con la misma indiferencia”, pero
yo les haría un poco de caso si vienen de un plano íntimo, interno, porque seguro
que nos pueden enseñar algo de provecho.