miércoles, 11 de julio de 2012

El escritor malogrado


Ciertamente, hacía bastante tiempo que le venía dando vueltas. Era como un runrún, como un malicioso gusano que iba royéndole el espíritu mientras él se dedicaba a buscar su daimón, su verdadera vocación.

Veía pasar la vida demasiado deprisa, y sentía como aquellos pequeños detalles, sólo perceptibles por un buen observador y que tanto le llenaban, se le escapaban entre los dedos de las manos a causa de su ajetreado modo de vida.
Qué feliz era observando las tribulaciones de los niños pequeños que se encontraban como en segundo plano. Él era un gran observador del segundo plano y con el tiempo había desarrollado una extraordinaria habilidad para observar la rica realidad que se encuentra más allá de la imagen principal que tenemos delante. Parapetado, precisamente, por esa imagen principal, podía observar tranquilamente sin denotar su indiscreción.
Tenía muy claro que el discurrir de la vida se componía de pequeñas acciones, a veces microscópicas, que ocurrían secuenciálmente y daban cuenta de los grandes hechos que todo el mundo percibe: aquel escarabajo que cruza la calle sin alterarse al ver pasar la rueda del autobús a 10 cm, una señora mayor que con una mirada le pide a un transeúnte anónimo que le ayude a salvar un obstáculo, el gorrión que se posa desprevenido en el alfeizar de la ventana mientras parece abandonarse a sus más íntimos diálogos, la sonrisa, inadvertida por la madre, del bebé que en sus brazos explora su primeras relaciones sociales, la gota de agua que se desprende de la cornisa para caer justo sobre la testa de algún afortunado,
Sí, lo tenía decidido. Quería dedicarse a escribir sobre todo aquello, quería plasmar sobre el blanco lienzo toda aquella tramoya sutil que sostenía la vida para hacerla visible al resto de los seres humanos. Abandonaría aquel estilo de vida insano para intentar sintonizar el ritmo de la Naturaleza. Y además, ya tenía pensado el lugar para su retiro vital. Las mismas tierras que habían cautivado a Machado y a Bécquer, que habían despertado el genio de estos dos grandes escritores servirían para dar rienda suelta a su pluma, se iría a Soria.
Después de un corto periodo de incertidumbre, en el que claramente percibía una sensación de no retorno, resolvió no pensarlo más, y dio el gran paso, no sin cierto vértigo existencial, hacia tierras castellanas. En realidad, era muy raro pues no tenía ascendentes en aquellas tierras pero el Duero, las alamedas, y el paisaje de leyenda que había creado en su mente rendida a la buena literatura le resultaban tan familiares que casi podía sentir la tibieza de la serena creatividad que allí le aguardaba.
Dudó entre Soria capital o algún otro pueblecillo bañado por las tranquilas aguas del Duero, pero eso sí, el Duero debía estar cerca, pues se había convertido en una suerte de arteria portadora de rico oxigeno para un cerebro hambriento como el suyo. Finalmente, escogió un barrio cerca del Parque del Castillo, en las afueras de la capital, que no perdía el contacto visual con el río, y consumó su acto migratorio.
Una vez convenientemente instalado, llegó el momento de sacar el oficio de escritor y para ello, escogió un bucólico paisaje de aguas de lento discurrir, y altas y frescas sombras arbóreas.  Se sentó sobre una gran piedra que hacía las veces de palco sobre el río y desembaló los trastos de escribir.
En aquella tarde otoñal, soplaba una leve brisa que movía las hojas de los altos chopos convirtiéndolos en una suerte de maracas cuyo sonido se entremezclaba con el incesante piar de las oropéndolas, el buitrón y otros pájaros de ribera. También se oía, como en un eco lejano, el sonido de alguna campana que punteaba las horas muertas de cautivadora observación. Allá a lo lejos paró a abrevar un rebaño de ovejas que venía ya de retirada mientras la luz crepuscular se hacía cada vez más tenue.
Aquella tarde, sintió varias veces el impulso de escribir para capturar ese sencillo transcurrir de la vida, pero el sentimiento de paz interior que empezaba a descubrir le hizo posponer sus deberes de escritor para otra tarde más ejecutiva.
A la siguiente tarde, acudió al mismo lugar y volvió a ser abducido por el espectáculo de la naturaleza fluente. Y lo mismo sucedió las tardes que siguieron a estas y las mañanas de invierno que vinieron luego. El papel quedó en blanco, la pluma se secó al no ser reclamada la tinta, y él cambió el oficio de escritor por el de sencillo observador en total sintonía con el ritmo natural.
Su espíritu quedó anegado de paz y serenidad, y con los años, tan solo una palabra apareció garabateada en su cuaderno de campo… “gracias”.

3 comentarios:

Lluís P. dijo...

Joan,

Me encanta sumergirme en tu prosa lírica y dejarme llevar por tus descripciones bucólicas tan relajantes. Aunque uno llegue a entrever el final, la idea de un escritor que acaba no ejerciendo el oficio, al optar por cierta vía contemplativa, tiene ese puntazo de surrealismo caturliano tan acertado. Si la próxima vez te solazas un poco más en los estímulos de la madre naturaleza que percibe el protagonista, transmitiendo algo más de toda suerte de sensaciones emolientes, entonces llegarás a sumir al lector en una atmosfera de nirvana rural tan sugestiva que olvidaremos, aunque sólo sea por unos instantes, la envidia que nos corroe al darnos fe de la vida regalada de tu escritor imaginario. Porque tus relatos también forman parte de las “pequeñas acciones, a veces microscópicas, que ocurrían secuencialmente y daban cuenta de los grandes hechos que todo el mundo percibe”.

Un abrazo,

Lluís

Juan Francisco Caturla Javaloyes dijo...

Muchas gracias LLuís, mi lector incondicional. Es una suerte para mi tener un lector tan bueno. Bueno por la cantidad de textos que has leído y porque además me vas dando alguna pincelada de por donde van, o deberían ir, los tiros.
Es totalmente cierto que la prosa poética me gusta mucho pero todavía estoy muy lejos de genios como Juan Ramón Jiménez, que son capaces de empequeñecer los efectos del LSD jugando tan solo con las palabras.
Gracias de nuevo.
Juan F.

carles p dijo...

Joan,

Felicidades por la presentación tan sencilla de un tema tan complejo. La relación entre el arte y la vida. En la narración describes al amante de la vida que, en total comunión con ella, olvida su vocación artística. También existe el caso opuesto: el del gran artista que, atrapado por su frenesí, olvida por completo su experiencia vital.

Un abrazo

Carles