Mediodía en Soria, el sol bate los campos de trigo candeal y el viento levanta una marejada de espigas deseosas de entregar su fruto. Sensuales y aterciopeladas, las espigas ladean la cabeza buscando la complejidad de sus compañeras para crear la ilusión de las olas que llegan a la orilla de su falda.
Ella pisa firme la tierra fértil que la vio nacer, acreditada por esa misma cualidad creadora de vida. Desde pequeña había corrido entre los trigales, y ahora, de mayor, ya no teme ni a los tigres, ni a su tristeza. En aquel retazo de la vieja Castilla se sentía fuerte, protegida por un cielo azul vitalidad que gustaba vestirse con jirones de blanco algodón delicadamente dispuestos sobre el plano del horizonte celestial.
Sin embargo, sabía que era la última vez que pisaba aquellos campos. Intentó retener el perfume del verano, ese ensamblaje floral y maduro que inspiraba candidez, el zumbir de la cigarra, la abeja y el tábano, las idílicas visiones de las doradas colinas ondulantes, las mullidas e improvisadas camas de paja recién segada, el sabor de los higos de aquella higuera que su abuelo dejó crecer en la linde.
Con esta oración silenciosa y meditativa, se despidió de sus amadas raíces y echó a volar fuera del nido, a sabiendas de que un día volvería para dejarse atrapar de nuevo por la experiencia sensorial de los campos de Castilla.
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