Llevaba
ya unas cuantas semanas sorprendido por un inusitado deseo de comer carnes
rojas. Comerme un buen chuletón o un solomillo de ternera hecho al punto estaba
siendo un auténtico deleite que jamás antes había sentido ante un alimento. Poco a poco el toque de
plancha fue disminuyendo en la cocción de los filetes de manera que el sabor a
sangre se hizo más presente aumentando curiosamente el deleite durante su
degustación.
El
acto de comer se fue convirtiendo poco a poco en algo muy visceral, con el que
todo mi cuerpo se estremecía produciéndome una sensación parecida a un orgasmo.
El
carnicero estaba encantado de mi variado paladar que paulatinamente iba virando
hacia lo que vulgarmente se llama casquería. Órganos y entrañas formaban parte
ya de mi dieta habitual.
Aquella
tarde decidí darme un largo y relajante baño entre sales de baño perfumadas que
quedaron embebidas en mi piel. Cuando me secaba con la toalla, noté que todo mi
cuerpo desprendía un olor muy agradable, balsámico, olor a piel limpia y
cálida. Mi olfato fue subyugado poco a poco y empecé a olerme los brazos, las
manos, las piernas en un acto casi hipnótico que, sin yo saberlo, me arrastraría
hacia un abismo interior jamás imaginado. Envuelto por aquella agradable
sensación, fui dejándome arrastrar por mis sentidos y el deseo carnal comenzó a
despertar muy dentro de mí. Apreté fuertemente mi nariz contra la cara interior
de mi codo y un latigazo de placer recorrió mi espina dorsal, comencé a salivar
al mismo tiempo que un sentimiento de terror desbocaba mi corazón. No lo pensé,
no medí las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer, simplemente de me
dejé llevar y así fue como di la primera dentellada cerca de mi bíceps. Sentí
un dolor agudo mezclado con un ligero sabor a sangre que por otro lado no hizo
más que exacerbar mis ganas de comer. El dolor pasó y el placer volvió a dictar
la orden, ¡muerde! El mordisco fue ahora mayor dejando toda mi dentadura
marcada cerca de mi bíceps. Con este segundo mordisco, la sangre se hizo
claramente presente y mi lengua empezó a relamerse obviando el terrible dolor
que me sacudía el brazo. En ese momento, mi cuerpo pareció abandonarme, dejar
de formar parte de mí y bajo esa campana de irrealidad, me lacé a por un bocado
definitivo que me arrancó un pellejo de carne elásticamente amarrado por mi
piel. En ningún momento fui consciente de lo que estaba haciendo, en ningún
momento el apelativo de ser racional fue válido para describirme y fui más bien
un animal hambriento y sediento conectado visceralmente con su sustento. La
carne se desmenuzó entre mis molares dejando ir un efluvio celestial, delicioso
que me llevó directamente al orgasmo.
El
latigazo pélvico ocasionado por el orgasmo me hizo volver a la realidad, la
toalla estaba empapada de sangre, que goteaba por el codo dibujando una
constelación roja sobre los blancos azulejos. ¡Qué he hecho! ¡Me he mordido! Y
no tengo ni idea de cómo ha podido suceder, ¿qué ha pasado por mi mente para
cometer un acto así?
Sin
encontrar respuesta a todas estas preguntas busqué vendas para atajar la
hemorragia y me vendé el brazo presionando fuertemente mientras aún tenía
trocitos de carne entre mis dientes. Me puse el albornoz y bajé avergonzado al
salón para caer en un mar de culpabilidad desparramado sobre el sofá.
Al
día siguiente, fui a trabajar esperando que la rutina diaria tapara el atroz
acto que había cometido el día anterior y en ciertos momentos conseguí
recuperar una cierta normalidad. La camisa y la chaqueta taparon los signos
externos de mi autofagia y me prometí refrenar mis instintos con mucho más
cuidado.
Pasaron
unas semanas y la herida estaba prácticamente cicatrizada. Mi gusto por las
carnes rojas no había decrecido en absoluto pero me autoimpuse una cierta conmensuración
que extrañó a mi carnicero. Por desgracia, tuvo el efecto contrario al deseado
y no hizo sino aumentar mi hambre de carne. La verdura me daba angustia y no
sentía el más mínimo interés por los otros alimentos no cárnicos. Así, hasta
que llegó de nuevo el día, el día de comer carne y aceptar mi verdadera
naturaleza. Esta vez me encontraba en la cocina cuando me fijé en el afilado
cuchillo jamonero que había sobre el banco. Se me hizo la boca agua en un
pensamiento abstracto con el uso de ese cuchillo. Pronto, mi pensamiento se
concretó en algo tangible, que se podía percibir por mis sentidos y agarré el
cuchillo con intención de cortar carne, ¡mi carne! Pensé en la pantorrilla,
solo sería un pequeño filetito, como un carpacho extraído de la parte más
gruesa de la pantorrilla. Con pulso tembloroso procedí a cortar pero mis dudas
fueron disipadas de un plumazo por un hambre muy profunda que ascendía por mi
esófago con un ímpetu descomunal. Aquel filetito de carne me supo a gloria pero
también supuso un punto de no retorno en mi desviada conducta. Tuve
necesariamente que asumir que me gustaba comerme mi propia carne, a expensas de
mi propio cuerpo, en un acto de auto destrucción no imaginable por ningún ser
humano.
Así
que poco a poco me cebé en mis piernas, en mis muslos donde el terrible dolor
que sentía al seccionar mi propia carne era compensado con creces por el inmenso
placer carnal, hasta sexual, que sentía al degustar mi propia carne cruda.
También experimenté con la plancha pero el abanico de sabores que me ofrecía la
carne cruda era mucho mejor que el sabor de la carne asada.
Las
heridas se hicieron tan evidentes que pronto, no pude salir de casa, para no
llamar la atención. Eso sí, tenía especial cuidado en curarme la heridas para
evitar infecciones.
Las
semanas pasaban y podríamos decir que ya había arrancado a mi cuerpo toda la
carne superficial y parte de los músculos. Sin embargo, mi apetito no se
aplacaba y me alimentaba casi exclusivamente de mí mismo
pues todo lo demás me repugnaba. Así que tome la decisión de cortarme una
pierna para tener suficiente comida durante un tiempo. Había de tener mucho
cuidado al seccionar las arterias y las venas para no desangrarme pero si lo
conseguía podría comer durante algún tiempo.
Al
mismo tiempo me atravesaban destellos de lucidez y enloquecía al ver en que me
estaba convirtiendo, en simple comida. Un sentimiento de angustia existencial
me invadía y me hacía aborrecer el monstruo en el que me había convertido. Sin
embargo, pronto el deseo carnal ascendía de nuevo por mi esófago y me
castañeteaban los dientes con un hambre feroz como si nunca hubiera comido.
Aquella
pierna izquierda me sabía a gloria. Pude repelar las falanges del pie y abrirme
paso a dentelladas sabrosas y turbadoras entre los músculos hasta llegar a los
tendones y al hueso. Volví a experimentar con la carne asada pero de nuevo me
defraudó, perdía una gran cantidad del amplio espectro de matices que tiene la
carne cruda. Por casa me desplazaba con la ayuda de una silla de ruedas que en
su momento fue de mi abuela y había quedado abandonada en el desván.
Por
aquel entonces vivía casi todo el tiempo debajo de una campana de irrealidad
que me sostenía como si fuera un sueño del que acabaría despertando.
Pasaron
las semanas y la pierna se acabó. Tenía hambre. Ya casi había olvidado lo que
era el dolor cuando mis ojos se fijaron en la pierna restante. Dudé. Temía
haber atravesado el punto de no retorno o estar a punto de hacerlo pero tenía
mucha hambre.
Con
la experiencia adquirida de la primera vez, seccioné mi pierna derecha un poco
más abajo de la ingle teniendo especial cuidado con taponar y coser la arteria
y la vena femorales. Controlé el dolor con una inyección de anestesia local lo
cual me permitió mantener la serenidad durante la delicada operación. Sin
embargo, nada era comparable a la sensación experimentada cuando me automordía
y me arrancaba tozos de carne con mis propios dientes.
La
segunda pierna dio para unas cuantas semanas, bien dosificada y conservada en
frio. En esta segunda oportunidad incluso aprendí mascar los huesos más
pequeños y disfrutar del sabor del tuétano.
A
pesar de estar obviamente imposibilitado, sentía una gran fuerza interior cada
vez que ingería aquella carne que antes tenía nombre y apellidos.
Pero
ni lo bueno, ni lo malo duran eternamente, así que aquella pierna también se
terminó y tuve que volver a buscar en la despensa. Pensé en mi brazo izquierdo
ya que yo era diestro y podría ingeniármelas para cortar el brazo contrapuesto
con relativa facilidad. También usé anestesia local y seccioné el brazo 10
centímetros por encima del codo. Sin embargo, no me podía arriesgar a morir
desangrado por lo que preparé una plancha bien caliente y cautericé toda la
herida una vez escindido el brazo.
Curiosamente,
la carne del brazo me supo diferente a la de las piernas, no sabría explicar en
qué. Las palmas de las manos así como las plantas de los pies me resultaban
bastante correosas y las usaba, a la sazón, como un chicle, mascándolas durante
largo rato mientras extraía la sustancia. Los pelos ciertamente eran un engorro
para mi refinado paladar, así que opté por quemarlos a la llama dejando la piel
perfectamente lisa. Si tuviera que escoger, diría que la cara interna del
antebrazo fue mi parte favorita, bien regada por infinidad de vasos sanguíneos.
Mi
cuerpo mermaba y poco a poco me iba acercando a una parte soñada desde hacía
semanas. Yo estaba convencido de que las partes blandas debían tener un
delicado sabor difícil de olvidar. Así que llegó la hora de los genitales. En
este caso, el habitual placer que conllevaba la degustación de mi propia carne
se incrementaba sobremanera con una pulsión sexual que arrancaba desde mis
partes íntimas. Fue curioso constatar la tremenda erección que sufrí justo
antes de cortar y que apenas sentí dolor al cortar pene y testículos con mi
afilado cuchillo de caza. Pero este manjar tenía pensado no comerlo crudo sino
sofisticar un poco su preparación con un buen acompañamiento. La preparación
del plato al jerez se me antojaba perfecta acompañada de unas hojitas de romero
y estragón. Me puse manos a la obra y el cocinado me llevó gran parte del día,
horas que disfruté con gran deleite. Y efectivamente, el plato no me defraudó,
por la noche estaba listo para comer y no pude esperar más. Lo ingerí regado
con un buen ribera del Duero y los ecos de su sabor me acompañaron durante
muchas horas. Acababa de perder mi condición masculina convirtiéndome en un ser
asexual. Cada vez quedaba menos de mí pero no me importaba ya que hacía semanas
que había rebasado el punto de no retorno, la línea roja de la autodestrucción
que todo ser vivo contempla desde su nacimiento.
Pasé
unos días sin comer, nada era comparable a la última experiencia gastrosexual y
la sensación de placer absoluto ocupaba ampliamente todos los rincones de mi
mente.
Finalmente,
el hambre me pudo y tuve que empezar a pensar como podía seguir degustándome.
La cosa ahora era mucho más complicada ya que había terminado con todas mis
extremidades. Ahora tocaba entrar en mi cuerpo y eso eran palabras mayores. Tendría
que ir con mucho más cuidado si quería seguir en este mundo aunque, por otra
parte, también existía dentro de mí el deseo oculto de acabar, de terminar con
esta barbarie en la que me encontraba imbuido desde hacía semanas.
Yo
sabía de la gran capacidad de regeneración que tiene el hígado, así que pensé
en cobrarme una pequeña parte del mismo. Sin embargo, mis conocimientos de
anatomía no alcanzaban el nivel para una intervención exitosa. Aun así, me atreví
a meterme mano. Bisturí en ristre, me hice una incisión en el costado derecho y
la sangre empezó a brotar. Rápidamente me di cuenta de mi error, alguna vena se
cruzó en mi camino. A pesar de intentar taponar la hemorragia con todas mis
fuerzas, un fundido en negro oscureció mi desviada conciencia para siempre.
RESEÑA
DEL DIARIO LOCAL. Alertada por los vecinos, la policía irrumpió en un piso
ocupado por un tronco humano que se encontraba en medio de un gran charco de sangre.
Diversas partes del cuerpo fueron encontradas en el frigorífico. Parece
tratarse de un caso de canibalismo sexual similar al del caníbal de Rotemburgo
pero no hay indicios sobre el posible caníbal. La investigación sigue abierta y
bajo secreto de sumario.