Con
el paso de los años, mi bolsa de viaje se hace más y más pesada. Tanto, que a
veces pienso que llegará algún día que no podré con ella.
Me
levanto por las mañanas pensando que nueva trampa, suplicio o castigo tendrá
preparado mi cuerpo para mí en este día, ¿podré sobrellevarlo?, ¿o me superará?
Por
si no habéis captado a que me refiero todavía os diré que se trata de mi
cuerpo, el vehículo portador de mi vida, con el que nací y realizaré todo el
viaje hasta la muerte. Quizá es triste sentirlo así, como una carga que hay que
acarrear de un lado para otro, siempre ofreciendo resistencia, siempre poniendo
trabas. No puedo evitar considerarlo así, soy hijo de la tradición
judeo-cristiana y también musulmana que nos presenta una dicotomía cuerpo-espíritu
y nos promete que algún día seremos liberados de la pesada carga del cuerpo y
podremos campar a nuestras anchas sin someternos a la tiranía de las
limitaciones de la biología. Sin embargo, las corrientes de pensamiento
orientales tienden a integrar cuerpo y mente en busca de una plenitud completa.
El cuerpo no es el enemigo sino todo lo contrario, cuerpo y mente se
retroalimentan en un círculo virtuoso. Por desgracia para nuestra sociedad
occidental el yo está en la mente y el cuerpo es un añadido, más feo o más
atlético o más orondo o incluso de sexo contrario al que realmente sentimos.
Así que tenemos que moldearlo, someterlo o dominarlo pero él siempre acaba
ganando la batalla diciéndonos con claridad que hay que tratarlo con respeto.
Mi
sentir corporal se resume en la conocida frase “Virgencita que me quede como
estoy” porque parece que llegada una edad, el cuerpo no puede más que caminar
hacia el declive diario, inexorable, implacable.
Son
quizás estos achaques los que me hacen sentir vivo pero sin embargo recuerdo
los años de la infancia en los que literalmente “no era consciente de mi
cuerpo”. Vivía como si no tuviera cuerpo, que se mostraba silencioso, sin
quejarse nunca, respondiendo siempre con solvencia a los caprichos de la mente.
Todavía recuerdo mi primer dolor de cabeza cuando pregunté a mi madre que era
aquello y por qué me dolía. Quizá fue esa época en la que estuve o estaré más
cerca de la utopía del espíritu liberado de la física material. Ahora me digo,
“si me duele, es que estoy vivo”, no me queda otro premio de consolación.
Así
que mi felicidad está tremendamente ligada a mi cuerpo, ¿cuánto crédito tendré
esta vez hasta la próxima dolencia? ¿Podré pasar largo tiempo sin grandes
achaques físicos?, es lo que se pregunta un hipocondriaco como yo, muy mal
paciente, muy sensibilizado con respecto al malestar físico y adicto a los
analgésicos mientras veo agrandarse cada vez más la distancia que me separa de
mi propio cuerpo. Trazo mentalmente un arco hacia mi vejez y no puedo dejar de
ver la divergencia cuerpo-mente. La mente que no parece envejecer, o mejor
dicho, que envejece bien y el cuerpo que va hacia la decadencia que será en
última instancia la razón de su muerte. El reloj biológico es insobornable y,
con más o menos suerte, todos caminamos hacia el declive físico, a veces
incluso ante la atónita mirada de nuestra mente.
Sé
que debo cambiar e ir al encuentro de mi propio cuerpo que dejé abandonado en
alguna cuneta de mí discurrir vital pero esa aceptación holística no es tan
fácil de alcanzar. Si alguien tiene la receta, le estaría enormemente
agradecido por compartirla conmigo.
De
momento, a la espera del siguiente susto, se despide este vuestro doliente hijo
de la humanidad.