Enric
cruzó azorado el amplio jardín del palacete que constituía el hogar de los Sagnier
desde hacía ya varias generaciones. El palacete estaba situado en la calle de Eduard
Fontseré en la parte alta de Barcelona con vistas al Observatori Fabra. Los dos
hijos de la familia salieron a recibir a su padre con gran algarabía pues
esperaban el manojo de churros que su padre les solía traer los domingos por la
mañana cuando salía a comprar la prensa.
- ¡Dolors!
No te vas a creer la atracción espectáculo que han traído al Parque del
Tibidabo. Esta misma tarde vamos todos juntos a dar una vuelta, que los niños
hace días que me lo piden.
-¡Cualquier
excusa es buena para visitar tu querido parque! Seguro que no es para tanto-
dijo la esposa quitándole importancia al tema.
-No
creo que esté exagerando Dolors, me han dicho que es algo inaudito, lo nunca
visto en el mundo civilizado. Directamente traídos de Guinea Ecuatorial. Nada
comparable con gorilas o chimpancés, esto hemos de verlo.
Los
niños asentían con gran alborozo y ya trazaban ilusionados planes para la magnífica
tarde que les aguardaba.
Después
de comer, la familia se dispuso a subir al Tibidabo dando un paseo pues no vivían
muy lejos del parque. La expectación iba in crescendo a medida que se acercaban
al templo del Sagrado Corazón en cuya construcción se encontraba enfrascado el
marqués por aquella época.
Cuando
alcanzaron la entrada del parque recompusieron la compostura y se dirigieron de
inmediato al cercado que abarrotaba una multitud de curiosos.
Allí,
detrás de aquel cercado deambulaban los cuerpos semidesnudos de los miembros de
la tribu fulah. Se trataba de unos cuerpos estupendos, como esculpidos por un
tornero. De color bronce, las venas
marcadas sobre las turgentes extremidades y una completa inexistencia de adiposidades
redundantes. No cabe decir que una de las cosas que más atraía al popular gentío,
especialmente al masculino, era la costumbre que los fulah tenían de ir con el
torso desnudo. Algunas mujeres se sonrojaban al ver semejante espectáculo, no
acostumbradas a las enormes porciones del cuerpo que los taparrabos dejaban ante
la vista de los asombrados mirones.
En
aquel año de 1925, Barcelona no quería quedar a la zaga de las grandes ciudades
occidentales que ya habían experimentado con experiencias similares. Lo más
salvaje de la selva africana traído para ilustrar la anonadada mirada del
burgués acostumbrado a las muchas comodidades del mundo moderno. Los zoos
humanos eran el culmen de la ciencia antropológica poniendo a los ejemplares traídos
de África en su justo lugar evolutivo en comparación con el urbanita que los
observaba.
-¿Qué
os parecen?¿No son espléndidos?- dijo el marqués con entonación triunfal.
-Ay
Enric, no sé si esto es lo más adecuado para los niños- dijo su esposa con un
tono avergonzado
-Mujer,
los chicos han de ver mundo para que se les despierte la mente.
-Me dan
un poco de pena Enric. Podríamos haberles traído algo de comer- dijo la mujer
intentando expiar el sentimiento de culpa que la embargaba.
-¡Pero
es que no has leído el cartel, Dolors!
Casi
cubierto por la avalancha de curiosos, había un cartel que informaba de la
prohibición: “NO ALIMENTAR A LOS NEGROS, QUE YA LES DAMOS DE COMER NOSOTROS”
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NOTA:
Los grupos de negros africanos fueron expuestos en Barcelona, así como en
Madrid y otras grandes ciudades. Hay que buscar los orígenes de estos
espectáculos etno-zoologicos en los freaks-shows de América y Europa. En
concreto, un grupo de 150 negros de la tribu Aschanti fueron expuestos en la
calle Ronda Universitat, 35 durante el año 1897. Posteriormente, otro numeroso
grupo de 100 negros traídos del Senegal fueron expuestos en el Tibidabo, en el
lugar que hoy ocupa la atracción del avión giratorio. El último zoológico
humano del que se tiene constancia en Barcelona es el de la tribu fulah, de
Guinea Ecuatorial, que se instaló en 1925, también en el Tibidabo.