Tengo casi 44 años y odio los globos. Sí, esos
globos que dan a los niños en sitios como hamburgueserías, centros comerciales,
fiestas de cumpleaños, franquicias de restauración variadas, etc... Esos, y
aquellos otros flotantes con forma de Bob Esponja, Mickey Mouse o cualquier
otro personaje animado.
Mis hijas llegan a casa con su correspondiente
globo, que luego tarda una eternidad en deshincharse y se mantiene pululando
por las habitaciones durantes largos días, a veces semanas. Vas caminando por
casa y se te enrolla entre las piernas, parece que se pega al cuerpo succionado
por la corriente de aire que se genera al pasar.
Además, ellas les van insuflando energía vital con
pequeños toquecitos para que no caigan al suelo, en un insufrible deambular
errático muy semejante al vuelo de un moscardón.
Todavía recuerdo cuando durante la comida en una
jornada dominical, una de estas molestas burbujas de aire sobrevoló nuestra
mesa del comedor mientras las niñas le hacían guiños y mi mujer y yo nos
levantamos simultáneamente, cuchillo en mano al modo pica hielos, con la aviesa
intención de cometer un globicidio delante de las niñas. En ese momento, nos
miramos y pensamos, ¿te has dado cuenta de que somos dos adultos persiguiendo
un globo con un cuchillo a la hora de comer delante de nuestras hijas?
Y si además les dibujas una carita, se transforman
ya en casi intocables, ¡son seres vivitos y COLEANDO! Mis hijas han llegado
incluso a ponerles nombre y a formar familias con estos engendros de látex.
Qué conste que mi aversión a los globos no tiene un
carácter fóbico, es más una cuestión de incordio, y el otro día pensándolo un
poco más fríamente, me recordé a mi mismo de niño criando globos y haciendo
exactamente lo mismo que hacen mis hijas con ellos. Este pensamiento me
contrapuso inmediatamente ante el rígido muro del envejecimiento, un claro
síntoma de rigor senectutis (permitidme que use el porte que da el latinajo).
Parece que mi necesidad de orden aumenta con los
años, cada vez me resulta más difícil soportar los movimientos aleatorios sin
dirección y sin sentido. Esa especie de caos en el que los niños se encuentran
tan a gusto, despilfarrando energía a borbotones. Efectivamente, creo que la
palabra energía es la clave de la cuestión, cada vez me vuelvo más selectivo
con el uso de mi energía vital, la raciono más, lo cual es un claro síntoma de
escasez, de agotamiento paulatino de esa energía vital. Me voy transformando en
un sistema de menor energía y por tanto, me voy ordenando, encajando con mi
entorno, comenzando a caminar, si se quiere ver así, hacia la tierra que me dio
la vida.
Se acabaron los fuegos artificiales de la juventud,
esa efervescencia que nos hace volar, acercarnos al cielo en un sentimiento de
libertad inmaterial en el que casi no somos conscientes de nuestro propio
cuerpo. De niños, somos como globos que pululan erráticos por el mundo, sin
preocuparnos hacia donde vamos, todo por venir, todo futuro y solamente de vez
en cuando intuimos que hay gato encerrado, que hay algo que todavía no nos han
contado y que no huele bien.
Nos lo cuentan un poco más tarde, mediante una
carga masiva de condicionantes inoculada durante un largo proceso educativo, a
través del cual nos arrebatan esa libertad de la inconsciencia. Es como deshinchar
un poco el globo para que no vuele tan alto, para que el peso de su pellejo, de
su cuerpo, lo obligue a estar con los pies en el suelo, ya plenamente
consciente de su naturaleza y de la proyección de su trayectoria.
Entonces, quizá odio los globos porque les tengo
envidia, anhelo aquel sentimiento de vivir errático en el que casi tenía
permiso para no obedecer las leyes de la naturaleza, hasta el punto de que mi rabia
me hace empuñar un cuchillo. Ahora lo sé, puedo contestar la pregunta que me
importunaba, tan sólo se trata de la niñez que juega al tú la llevas por los
pasillos de mi casa. ¡Sí, yo la llevo y no quiero soltarla!