Ella había nacido en un barrio castizo de la
capital de España. Se había criado en la dureza del clima mesetario,
despertando a la vida justo con los albores de la primavera.
Su cálido hogar la envolvía en una atmósfera densa,
y a ella, le encantaba el perfume que emanaba la chacina enganchada a las
paredes. Esa amalgama de aromas provenientes del jamón curado del país, el olor
dulzón de los cortados con ese toque de leche agria, el humo del tabaco, y el
aceite de aromas marineros de la fritanga ligándolo todo conformaban un
perfecto coupage sobre aquellas
paredes de azulejo que configuraban su hogar nacarado.
Tardes de tertulia impregnaban también las paredes,
palabras enganchadas que la fritanga sabía reconciliar con ecuménica maestría,
poniendo de acuerdo a la izquierda y a la derecha, a colchoneros y a merengues,
a curritos, freelance y parados.
Por nada del mundo hubiera cambiado las ricas juntas
del alicatado de aquel bar de Malasaña, pero aquel día, el aroma de un nuevo
mundo la cautivó.
La silueta de aquel hombre rompió la estética del
lugar. Él era un mocetón de carrillos colorados y andares desgarbados que nunca
había visto antes. El bigote de estilo manillar, bien poblado, el cuello de la
camisa remachado con puntas metálicas y ceñido por un pasador con forma de
cabeza de res, las botas y el sombrero de cuero del bueno, de ese que desprende
el fuerte aroma al curtido, todo pespunteado con bordados de estilo charro.
No pudo resistirlo, cayó en sus redes. Aquel olor a
nuevo mundo le echo el lazo de manera irremisible bajo la promesa de nuevas y
excitantes experiencias. Ella voló rápidamente a su lado como impulsada por el
viento de un tornado y quedó embriagada por los efluvios que desprendía su
sombrero al calor de la sudorosa testa. Se dejó llevar sin tomar precauciones,
arrastrada por sus instintos animales y casi sin darse cuenta se encontró en
medio de la calle, fuera del que había sido su hogar natal y sometida a la
tiranía de la intemperie.
Sintió miedo, y por eso se agarró fuertemente a
aquel ser humano causante de su perdición. El corazón le latía con fuerza
mientras hacía grandes esfuerzos para refugiarse bajo el ala de aquel sombrero
extraño a sus ojos.
Mientras maldecía su suerte, comprobó aterrada como
el responsable de aquel paso en falso se metía en un taxi y se encaminaba hacia
el aeropuerto.
El ambiente de la T 4 era frío y aséptico. Nada que ver con el
cálido, dulce y acogedor cubículo en el que había vivido toda la vida. Un
sentimiento agorafóbico recorrió su pequeño cuerpo grabando en su mente la
indeleble huella del vacío infinito.
A las 12:20 h de la mañana, embarcaba en un avión
de American Airlines con destino a Dallas, Texas.
Había demasiada luz, el sol quemaba y era incapaz
de reconocer un solo olor familiar. Olía a plástico, a desinfectante y a aire
purificado. Colores vivos, brillantes, comida que parecía artificial, gente
nerviosa o apalancada, conversaciones poco edificantes.
Inmediatamente, agradeció que la cabina del avión
acotara un poco el espacio, ya se sentía mejor. Además había mucha gente y ella
siempre había gustado de rodearse de buena compañía.
Allá en la fila 33, divisó un chico que le inspiró
confianza, le era más familiar que el resto del pasaje. Así que, a 10.000 m de altura sobre
el océano Atlántico, se acercó a él y le acarició dulcemente la mano agarrándose
a las últimas reminiscencias ibéricas que quizá vería en su vida.
El nuevo mundo le esperaba. La tierra de las
oportunidades, donde abandonaría la raza porcina para abrazar a los bóvidos.
¡Jamás alguien de su especie había llegado tan
lejos!
Dedicat a Cristina, un
altre esser ibèric (del nord-est) que va compartir amb mi aquesta aventura
americana.