Juan se encontró a
su viejo amigo Pedro y hablaron largo y tendido sobre el más allá, sentados en
un banco que miraba hacia el río. Pedro intentó convencerle de que no existe la
vida después de la muerte, de que eso del cielo y del infierno no son más que
paparruchas. Juan sintió que su amigo estaba en lo cierto por la vehemencia con
la que hablaba y finalmente le dio la razón. Se despidieron con un hasta luego,
y al llegar a casa, Juan leyó en el diario la esquela de su amigo muerto el día
anterior.
Dedicatoria: dedico este relato
de 99 palabras a mi amigo y compañero Lluís Pagés, que puso en mi conocimiento
este microgénero en el que he picado irresistiblemente.